Cortijo

 

Cortijo

Pedro y yo habíamos sido toda la vida amigos. Nuestras familias vivían en cortijos contiguos y habíamos crecido juntos.
Cuando el hambre apretaba, nuestras madres nos mandaban a cazar gatos callejeros para tener algo que llevarnos a la tripa ese día.
No había felino que se le resistiera a Pedro. Los desnucaba o les abría el craneo con una piedra casi sin pestañear. Como yo era incapaz de matarlos con tanta sangre fría y Pedro tenía poca paciencia, a menudo acababa matando también los míos.
Nunca me gustó cenar gato, pero intuyo que a Pedro sí. Todavía se le van los ojos tras ellos cuando alguno se cruza por delante nuestro.

Pedro también se arrancaba los dientes apenas notaba que se le movían. Tiraba de ellos o se daba golpecitos con un palillo hasta que conseguía hueco para hacer palanca y que salieran volando. Era adicto al dolor, al suyo y al de los demás. Recuerdo que aplaudía como un condenado el día que mi padre me arrancó un diente con un hilo y al verme llorando me pegó un guantazo por nenaza. La marca roja de la mano de papá me duró horas, pero a Pedro, la risa, días.

Hoy Pedro tiene setenta y dos años, dentadura postiza y dos perros. Se ha aficionado a las pelis de Tarantino en el cineclub y ya no se acuerda del cortijo. Ni de mí. Cada mañana me siento a su lado en el mismo banco y cada mañana vuelvo a presentarme para que me dé la mano que un día me dio que comer. ⠀ ⠀ ⠀

📷 @serendipity_nereida
✏️ @laferragua

Deja un comentario